Tronchó el tallo de su vida un destino cruel anunciado. Descerrajó su misión conminadora y su alma de lobo con piel de cordero, un certero golpe de arcabuz, que le desgarró el pecho atravesando el portón que le guarecía. Se desangró con su sangre un poco más la moral de un ejército, que en Bailén había probado ya la hiel de una vergonzante derrota. El que a espada mata, a espada muere, dice el refrán castellano. Una inyección de moral para los que cimentaron su éxito y el éxito colectivo, en el coraje, en el golpe sorpresivo, en la insumisión al nuevo orden establecido, en la confianza del invasor, en buscar los caminos para dejar atrás un largo pasado de opresión y soñar con empezar a construir un futuro nuevo.
España era un país en plena descomposición de sus más altas instituciones y de su clase política dirigente del nuevo Sistema Absolutista, que coexistía todavía con el viejo y ya caduco Sistema Señorial. Un anacronismo que se deshacía a jirones, en medio de intrigas y de estrategias políticas de interés particular y corporativo. De aquellos que ya sólo ponían todo su celo y todo su empeño en evitar el contagio y en blindarse, en mantener y preservar sus privilegios, como si las fronteras fueran murallas infranqueables, ante el imparable vendaval revolucionario que nos venía de nuestro vecino del norte. Un escenario propicio, que los franceses no desaprovecharon so pretexto de invadir la vecina Portugal, aliada de los británicos en la península.
Como tampoco lo desaprovecharon los liberales españoles, que impulsaron en este vacío, un nuevo orden constitucional consagrado en las Cortes de Cádiz, y cimentado en otros principios y valores, en los que el pueblo soberano y sus derechos inalienables cobraban por vez primera posibilidad en nuestra historia. Y ese pueblo fue el que con conciencia de nación, quizás por primera vez, se reorganizó con el apoyo de algunos oficiales de la milicia e intelectuales, para arrojar de nuestro suelo, con apoyos externos, al ejército más poderoso del mundo. Un nuevo símbolo de opresión, al prevalecer, sobre todo, su voluntad imperialista. Entonces brotó con fuerza y generosidad el mejor espíritu colectivo que nos hizo invulnerables en la adversidad.
Entretanto se sucedieron episodios sangrientos como este, que provocaron y pudieron producir las consecuencias más demoledoras. El cumplimiento de la norma del invasor. Esa ley atávica, que fijaba la venganza ejemplarizante, como respuesta a la sangre francesa derramada. Un balcón hacia el abismo que puso a un pueblo entero al límite de su propia existencia y que le hizo volver los ojos, una vez más, a su Reina del cielo.
Doscientos años después de los hechos que en 1813 se convertirían en el Voto del Rocío Chico, siguen, sin embargo, muchos detalles de este episodio por esclarecerse. ¿Quiénes fueron los patriotas, que dieron muerte al oficial francés, Pierre D` Oseaux? ¿Eran almonteños o pertenecían a alguna partida de guerrilleros dispersa por la zona? ¿Qué fue de sus historias particulares o colectivas? ¿Hubo afrancesados almonteños? ¿Cuál fue el hecho militar que determinó la paralización de la orden del Mariscal Soult, cuando una Partida de Dragones, que se aprestaba a vengar la muerte del oficial, arrasando el pueblo a sangre y fuego, retrocedieron «in extremis», estando a la altura de Pilas? ¿Cómo y con qué consecuencias se difundió este logro entre las milicias hispanas? ¿Hay una relación directa causa-efecto con la fundación de la Hdad. de Ntra. Sra. del Rocío de Triana, en junio de 1813, a la que siguió la de Umbrete en 1814?. ¿Qué influencia tuvo este hecho patriótico en la expansión y propagación de la devoción rociera en aquellas fechas?….
Algunas de estas preguntas y otras no enunciadas, quizás no tengan respuesta nunca. Aunque sólo el hecho de formularlas y de situarlas en el tiempo, nos permiten recordar un momento histórico nacional crucial, que nunca más debiera repetirse en sus presupuestos de partida. Qué debería ayudarnos a situar el hecho en su debido contexto histórico, y a comprender mejor las interioridades de la guerra, más allá de la magnitud de aquel inmenso favor que la Stma. Virgen del Rocío concedió a su pueblo de Almonte. Una gracia, que hoy, doscientos años después, en medio de otras vicisitudes, recordamos con gratitud y confianza.
Santiago Padilla