Una nube de polvo en suspensión nos delata su esfuerzo peregrino. Llegan en grupos más o menos reducidos por los cuatro puntos cardinales que desembocan en la aldea almonteña. Sólo el canto de la chicharra que pone acordes cansinos a nuestros sedientos campos en estas fechas, o el crick- crick nocturno, más apaciguador de los grillos y el inconfundible zumbido de los contumaces mosquitos, cuando la placidez de la noche nos ensimisma, les acompañan en su empeño. A lo más, una oración o un canto compartido, que quiebra el sonido ambiente en un momento concertado o roto de emociones, al compás de una guitarra o a capela, que brotan de lo más profundo de almas sobrecogidas. O la sucesión acompasada de pasos en la arena, que van dejando detrás, clavadas, huellas de súplica o gratitud, o de simple búsqueda interior. Sin insignias, sin formación, sin distinciones sociales, sin excesos de avituallamiento o de equipajes, con apenas lo puesto y una medalla distintiva al pecho, y con la emoción y la inquietud a flor de piel. A veces son niños y jóvenes sus protagonistas. Otras lo son hombres curtidos, e incluso mujeres. Unidos, unas veces, o por separados en otras. Cada grupo, asociación o hermandad marca su propia impronta.
De nuevo, los caminos de la baja Andalucía que bajan hasta las marismas, hacia esa otra Fisterra del Sur que concita tantos sueños, se pueblan en estas fechas de peregrinos, de gentes que vienen hasta aquí por razones tan diversas. Es ese otro Rocío del estío, que trae hasta sus benditas plantas a otro montón de romeros durante toda la canícula, especialmente en sus largos fines de semanas, en peregrinaciones de una, de media o de jornada y media. De gentes que buscan un Rocío quizás más íntimo y desnudo de retórica, más ascético y elevado, o que vienen buscando simplemente una experiencia distinta, o nueva, asidos a los lomos de una vieja o nueva amistad. Una oportunidad para reencontrarse con uno mismo tras las fatigas y el maremágnum que nos envuelve todo el año, o de volver a ponerse en sintonía de camino, como la mejor metáfora que describe nuestra existencia trascendente. Un breve paréntesis en las vacaciones para darle una ocasión al espíritu de crecer y de redimirse, de ponerse a punto o de recuperar tono. Un espectáculo humano que se hace inenarrable cuando se produce el encuentro, cara a cara, y frente a frente, en el Santuario, donde vemos expresarse a esos espejos del alma que son sus caras conmovidas o rotas por la emoción y el cansancio.
Es una parte esencial de la experiencia rociera y cristiana. Ese rito que nos aproxima a su eje nuclear, definidor. La búsqueda continúa de un Dios hecho hombre, que dé sentido último a nuestra existencia. Ese gran desconocido para espectros, cada vez más amplios de ciudadanos de nuestro tiempo, que tiene en Santa María del Rocío, de nuevo, una poderosa aliada, y que están llegando estos días hasta este lugar sagrado, por caminos inescrutables del alma.
Santiago Padilla