Los avatares políticos y sociales de la segunda mitad del siglo XIX, si no enfriaron, como veremos, el fervor popular y la romería de Pentecostés prosiguió marcha ascendente, no fue tiempo propicio para la fundación de hermandades filiales. En cambio, justo es reseñar que, en 1850, los duques de Montpensier compraron el Coto Real de Lomo del Grullo, previamente enajenado de la Corona por Isabel II.
Este traspaso de propiedad hizo que los citados duques frecuentaran sus visitas al coto, hasta el punto de que éste llegó a ser conocido entre los vecinos con el nombre de Coto de los Infantes, en clara referencia a los duques, que, pertenecientes a la Real Familia, tenían el título de Altezas Reales. Con tal motivo, los infantes duques fueron repetidas veces a la ermita del Rocío y llevaron ante la Virgen a los duques de Orleáns y condes de París, prendiendo en ellos la devoción a la Señora, devoción que transmitieron a los infantes don Carlos y doña Luisa, y éstos a sus hijos.
Ya en el siglo XX, el Rey Don Alfonso XIII mostró su devoción a la Virgen del Rocío, visitándola cuantas veces viajaba a Doñana para cazar. Tampoco fueron frecuentes las «venidas» de la Virgen a Almonte. Las más destacables fueron las de 1855, en rogativas por la epidemia de cólera desencadenada en amplio territorio; otra en 1875, en acción de gracias por La restauración monárquica, y una última, a fin de siglo, al terminar la guerra de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y alcanzarse la tan deseada paz.
Así como recurrimos al tan valioso como pintoresco testimonio de cómo era la romería en La década decimonónica de los cuarenta, trayendo a colación el romance del marqués de Santa Ana que nos comentara don Santiago Montoto, también podemos seguir la evocación de la romería de un cuarto de siglo después, hacia los años sesenta y setenta del pasado siglo. -En esta ocasión vamos a usar en esta compilación, de forma casi textual, un interesante trabajo de Juan Infante Galán, en la plena certeza de que a todo buen rociero, de cualquier edad, complacerá su lectura, por ágil y concisa a un tiempo y de contenido incuestionablemente fidedigno, aunque narre hechos de un siglo le antigüedad.
«Por entonces era el mismo santuario que todos hemos conocido, levantado a mediados del siglo XVIII (entre 1756 y 1760) y derribado en 1963 para edificar el actual, claro es que no como nosotros lo conocimos; el suelo estaba enladrillado, bastante desgastados ya los ladrillos; los muros, cubiertos en toda su altura de exvotos y «milagros», con numerosas cadenas y grillos de cautivos que, liberados de los moros, traían sus prisiones a la Virgen y se las dejaban por exvotos.
De las vigas y alfarje colgaban muchísinos barcos de diversas épocas y estilos, algunos de fines del siglo XV, Todo este inmenso y riquísimo tesoro de piedad y de historia ha ido desapareciendo por la incuria de los. hombres; es doloroso decir que todo se perdió. Sirva de ejemplo para los actuales y venideros, para que todo, absolutamente todo, hasta los testimonios más insignificantes, se guarde y conserve.
Respecto a la imagen de la Virgen, por los comedios del siglo XIX había evolucionado poco el vestido, que llevaba todavía «mangas perdidas», aunque más cortas de las de moda en siglo XVI; el rostrillo, de tisú de plata bordado de talcos y sirgas, cubría ya todo el frente de la antigua «toca de papos», que todavía se ponía a la imagen; la corona, del siglo XVII, existe todavía, aunque deteriorada. Había dejado de ponerse a la Virgen la ráfaga de puntas redondas «de plata de martillo», que en 1733 le regalara a la Virgen el canónigo Tello de Eslava, y se ponía a la imagen una ráfaga de rayos más al gusto de aquella época, la misma que ¡vino usándose hasta 1919!.
Las andas profesionales, de madera tallada y dorada, tenían un pedestal de los llamados «de canelas», al gusto neoclásico, con unas anforillas y con el mismo palio, sólo que no estaba recubierta de plata, y, además, llevaba bambalinas de raso con flocadura y toñas de oro.
Era entonces mucho más reducida el área de difusión de la devoción rociera. Sólo existían las hermandades filiales de Villamanrique de la Condesa, Pilas, La Palma del Condado, Moguer, Sanlúcar de Barrameda, Triana, Umbrete, Coria del Rio y Huelva.
A principios de. siglo había aparecido la de Rota. Acudían por entonces a la romería unas tres mil personas, algunos años, poco más; aunque alguna relación de aquellos tiempos dice que a la romería de Pentecostés asistían seis mil personas, es cifra muy exagerada, los medios de transporte, el estado y, sobre todo, la inseguridad de los caminos ponían merma a la concurrencia.
La entrada o presentación de las hermandades, pasando ante la ermita, se hacia derechamente desde el camino; la «entrada» de entonces era más sencilla, más campera, con todo el encanto de la ingenua devoción popular.
Luego, ya anochecido, alía la Hermandad del Almonte a saludar en sus chozas y campamentos a las hermandades filiales y darles la bienvenida. El Domingo de Pentecostés, desde bien temprano, se celebraban misas en el altar de la Virgen.
Desde hacia unos años podían celebrarse varias misas aun tiempo en los altares de Santo Domingo, de Santa Ana, del Cristo, traídos del convento de los Mínimos y del convento de dominicas de Almonte después de la exclaustración. Son muchas las misas celebradas, algunas de ellas cantadas.
La ermita permanece siempre llena de gente, que reza, llora, cumple promesas o, simplemente, descansa mirando a la Virgen; a veces se forma un revuelo por ver alguna de aquellas espeluznantes promesas, alguien que entra reptando de espaldas con-tra el suelo, con velas encendidas en las manos, o por aquel otro que entra cargado de cadenas, rodeado del compungido grupo de su familia; y no digamos de la moza que, vestida de blanca mortaja, se cortaba la trenza ante el altar y la dejaba por exvoto; callamos las más duras promesas de aquellos duros tiempos. A la puerta de la ermita no cesan el tambor y la flauta, ni la gente que baila. Por los alrededores están los pobres, lacerados, pedigüeños, el ciego de los romances rocieros, que recita a voz en grito y pregona su mercancía, y el vendedor de rosas de talco, para ser bendecidas y tocadas a la saya o al manto de la Virgen y llevadas a casa como «reliquia».
No había entonces variedad de medallas, pero sí llevaba la gente estadales a porrillo, que estaban puestos a los pies de la Virgen, junto al altar, y se vendían luego en una pequeña mesa petitoria, junto al gran cepo de las limosnas.
Todavía quedaban por aquellos tiempos algunos puestos y vendejas, recuerdos de la antigua «Feria del Rocío». No faltaban las gitanas buñoleras, y los otros puestos y tenderetes de cosas de comer y beber, a pesar de que por enton-ces los romeros iban provistos de todo, bueno, de todo lo que entonces se estilaba: el que más y el que menos llevaba en el «arca de la masa frita» de todo lo bueno que Dios creó.
El mismo domingo, poco después del anochecer, salía por los alrededores el rosario cantado de la parroquia, Almonte, con su coro de campanilleros para cantar los trovos y misterios, acompañado del impresionante fagot para dar las entradas; De madrugada, mucho antes del alba, comenzaban las hermandades sus misas en el altar de la Virgen.
La última, a me día mañana del lunes, era la función principal de la Ilustre y Más Antigua Hermandad de Almonte. Todo el clero estante en la aldea, acrecentado con algún que otro fraile, cantaba Tercia y, al terminar ésta, al cantarse la antífona última, se alzaban las andas salía la procesión de Tercia alrededor del santuario.
Precedía la cruz alzada de la parroquia de Almonte, seguían en filas por orden de su antigüedad, la última la de Almonte, el clero, el concejo de la villa el gentío. Entrada la procesión, celebrase con toda solemnidad la misa del día y comenzaba el éxodo por el camino de vuelta. »
ABC "Un siglo de devoción mariana".